13 de febrero de 2009

Luchando sobre Palma


Es una crónica de la anterior pretensión de desalojar a los vendedores de Palma, una historia que amenaza con repetirse esta semana... "Somos parte del casco histórico de Asunción", dijo claro Teresa Cuevas, vendedora, hoy en la tele...



Por Jorge Zárate

Los vendedores se resisten a dejar la calle. Vendiendo ropas, lentes, relojes, hojas de afeitar, mates, artesanías, construyeron historias de vida, sabidurías que los que los quieren mudar parecen haber olvidado.

“No hay más gente”, repiten los vendedores como letanía, como si algún misterio de la economía se hubiera llevado a los compradores, a los turistas.
Esta malaria grande que se extiende por el continente se refleja en calle Palma. En sus veredas ahora más grandes, también más vacías.
Atanasio Matto cuenta que comenzó trabajando en Itá Enramada a mediados de los setenta, cuando los turistas cruzaban el río y le compraban cigarrillos, whisky, los famosos “importados”.
Después se instaló frente al Unión Club, después frente a La Riojana, el tiempo lo llevó a la calle Garibaldi, después a la plaza y desde hace unos años regresó a la calle Palma. Más de veinticinco años en tiempo.
Siempre con sus ropas de lienzo salidas de las manos de las artesanas de tierra adentro. “Es lo que sale, yo siempre fui vendedor, así que se que no se puede ir a vender hielo en Alaska", dice entre risas Atanasio.
De buscar el guaraní se trata.
“Gracias a Dios, todo bien”, cuenta, bien de salud, todavía se come.
“Estas prendas tienen mucha aceptación, sobre todo de los extranjeros, aunque ahora hay más gente nuestra que la está usando, sobre todo los chicos jóvenes”, agrega.
“Los turistas siempre llevan algo, pero ahora hay pocos, tratamos de sobrevivir”, cuenta Angela, la del puesto vecino.
Están sobre la vereda del Banco de la Nación Argentina, resistiendo la idea del municipio de dejarlos fuera de la histórica calle Palma.
“Según ellos nos van a poner casillas”, dice Vicente Velázquez y pierde la mirada en Crónica. Comenzó vendiendo cassetes, pero ahora, en su puesto de discos conviven grupos cachaqueros y los rockeros, los románticos y los folklóricos, todos a buen precio. Son falsificados, son los únicos que las mayorías pueden comprar.
“Salvamos, vendemos de treinta a cuarenta mil guaraníes por día”, cuenta sin levantar la vista del diario, desconfiando de todo.
Juan Amarilla es secretario de Actas del Sitramic (Sindicato de Trabajadores del Microcentro), la organización que crearon los vendedores cuando vino la municipalidad con la policía a quitarlos como a indeseables de los sitios que ocupaban al menos desde hace quince años.
Ofreciendo una alternativa que no los tomó en cuenta. Una decisión unilateral que propone ubicarlos a todos en casillas de ochenta centímetros por un metro veinte en la calle Alberdi.
“Dicen que entramos doscientos”, dispara Juan con la inevitable mueca burlona. “Nosotros nos juntamos para defender el derecho del trabajador a permanecer en Palma, el derecho a que nos ubiquen en las esquinas en forma ordenada. Aquí somos por lo menos sesenta vendedores que desde hace quince años estamos trabajando en esta calle”.
Juan se acuerda de Don Plutarco Gamarra, que monta y desmonta su puesto desde hace más de cuarenta años en la esquina de Palma y Nuestra Señora.

Historia de un hombre en una calle
“Hace cuarenta y cinco años que estoy en la calle Palma”, dice Don Plutarco con bronca, rechazando las fotos, pero con ganas de denunciar.
“Vendía hojas de afeitar, gilets marca jillete, coloradas y azules”, cuenta.
“Costaban un guaraní”, dice y la frase dispara un viaje en el tiempo.
Plutarco tenía trece años y estudiaba en el Colegio Fulgencio Yegros, ha upei se fue al cuartel, ha upei volvió: “El gerente del Banco Holándes Unidos me dio permiso para instalarme en la esquina”, dice señalando el lugarcito donde vendía en aquella época.
Siempre en Nuestra Señora y Palma.
El tiempo lo llevó a la vereda de enfrente donde ya vendía desodorantes, betunes, lentes para sol, y consiguió juntar los mil guaraníes que le costó el terreno de su casa. “Sangre, sudor y lágrimas”, resume.
Mantuvo e hizo estudiar a cinco hijos con ese puesto lleno de cinturones y articulos variados y coloridos. “Toditos titulados, una es profesora, la otra contadora, otra maestra, otra farmacéutica y los varones, todos fallutos, se fueron a Buenos Aires”, dice y se le corta la voz.
“Este tipo, -dice del intendente- porque yo no lo llamo señor, cuando estaba haciendo la propaganda me paso su mano, me dijo 'vamos a hermosear la ciudad, camos a darle juventud' y después aparece un inspector estúpido y me dice: 'Al hacerse nueva la vereda usted pierde su antigüedad. ¡Qué lo que se va a perder!, le dije”, recuerda
“Yo no entiendo a los señores que se quejan de nosotros, si nosotros cuidamos los negocios de esta gente, nunca los perjudicamos, porque no se quejan de los inspectores que están cobrando sueldo por tomar tereré”, compara.
“Enrique Riera me echó”, dice sin pelos en la lengua. “Ni en la dictadura no me echaron”, despotrica desde la vereda de enfrente, siempre en Palma y Nuestra Señora.


Reclamando
“El proyecto de meter doscientos vendedores sobre Alberdi sólo va a provocar una superpoblación. La propuesta no nos parece viable, por una simple cuestión, todos juntos no vamos a vender nada”, explica Amarilla.
La lógica del poder olvida los años de sabiduría popular que hicieron que los muchachos se ubicaran espaciadamente, rubro por rubro a lo largo de las casi diez cuadras que todo el mundo gusta de recorrer cuando de visitar Asunción se trata.
“Nosotros estábamos pagando la patente al día para trabajar sobre Palma, dos mil quinientos guaraníes, para nosotros, cinco mil para los que venden ropa y la cuota de dies mil guaraníes semestrales. Hay gente que tiene pagada la patente por todo el año 2003”, recuerda.
“Reivindicamos Calle Palma y la feria de los sábados para el sector ropería. Queremos llegar a un acuerdo con la intendencia, pero les recordamos que ellos están violando la legislación, la ordenanza 16/92 dice en su capítulo 2 artículo 9 que no se puede desalojar a los vendendores con permiso, pero resulta que ellos tienen un compromiso de barrer con los vendendores, de desalojarnos a todos”, se enoja.
Al menos mil personas dependen para sobrevivir del trabajo de estos vendedores callejeros. Acuciados por la crisis que se abate dura sobre la gente.
“En mi caso tengo que mantener a mi madre y a mis hermanos”, explica Amarilla junto a su puesto de lentes y relojes.
“Me siento perseguido”, dice recordando que “ni en la época de (Carlos) Filizzola, ni en la de (Martín) Burt se nos molestó a los que estábamos al día con el permiso y los pagos”, dice recordando su condición de colorado.
“Nosotros vamos a seguir luchando, no nos vamos a rendir ante una persona como Enrique Riera que gobierna solo para el empresariado. Aquí hay cuatro o cinco que se creen los dueños de calle Palma y no quieren ver a los pobres”, dispara.
“Peleándonos entre todos, sembrando odio y rencor, no se puede hacer un país distinto", concluye.