Dice Mamá que te apures que ya se
están escuchando los disparos de los colorados, que ya se acercan a
Pilar.
Mi voz de niño sonó con la gravedad
del mensaje.
Papá dejó el arado, desató el
caballo, lo dejó en el corral, montamos juntos de regreso y cuando
llegamos le dijo a Mamá que nos vistiera adecuadamente que nos
abrigara y que no olvidara algunos alimentos porque nos teníamos que
ir.
Ese mediodía llegamos a la casa del
caudillo liberal. Don Fernández estaba sereno, tenía esas
seguridades de las familias antiguas, de ese linaje que todavía se
respeta. Los Pynandy eran salvajes, venían de reivindicación, la
sangre de los suyos había regado los latifundios liberales y la
venganza sería así de viscosa, una verdadera mitología nacional.
La gente comenzó a concentrarse en la
cabecera de esa estancia que tenía costas sobre el río Paraguay.
Los peones vinieron a Fernández con cara de haber visto al mboi
jagua, aunque solo traían la noticia de que los colorados habían
pasado por la costa recogiendo todas las canoas que pudieron. No
había embarcaciones disponibles para cruzar el río.
Ya eran más de 50 las personas que se
agrupaban en el galpón de acopio del algodón, el espacio que se
dispuso para refugiar esas familias libradas al destino.
Mi padre, Fernández, los otros
hombres, los peones, todos pensando cómo hacer para burlar la traba
de quedarse sin poder llegar a la orilla argentina.
Los hombres eran valientes, duchos
nadadores los más, que ofrecieron su habilidad para ir a buscar
canoas del otro lado. No serían suficientes, entendió Fernández
con razón hasta que brotó la idea de mi padre de utilizar como
flotadores los tambores de 200 litros del combustible que se usaba
para el tractor de la estancia.
Así se les fue la tarde, entre la
discusión de cómo construir la embarcación y en diseñar el
dispositivo de seguridad para prevenir un reguero de pólvora que se
aproximaba. La clave para la defensa estaba en unas pocas escopetas
para caza, un par de buenos rifles y revólveres de diferentes
calibres que la gente tenía para entrar en combate.
Al anochecer comenzó la construcción
de la balsa, con unos listones que habían quedado para armar una
suerte de rancho, la cubrieron con unas chapas y unas terciadas y la
liaron con sogas, una verdadera balsa de náufrago, una metáfora del
momento.
Fernández decidió tripularla a pesar
de la oposición de toda la gente, arguyó que sería al único que
podrían llegar a respetar si era interceptado en el río. La vida no
tenía ya valor.
Todos reflexionaron esas largas horas
hasta la partida de la balsa sobre la muerte absurda en un país
entregado al diablo en pago de quien sabe qué injusticia histórica,
de qué extraño juicio. La convicción llegó por el lado de que
había alguna posibilidad de contactar al amigo del patrón en la
prefectura argentina. Las canoas no alcanzarían para programar una
huida, siempre entendiendo que después del saqueo de Pilar
comenzarían a aventurarse hacia las propiedades más retiradas y
tarde o temprano darían con ese refugio azul.
El cielo albergaba algunas estampidas,
el centelleo de las luces de pólvora, el festejo de un botín que
caía en la ciudad, esas eran las que llegaban como colores de
espectro en una noche negra, en la que la balsa partió con dos
hombres remando para alcanzar la orilla vecina.
Los que quedaron apagaron todas las
luces de la quinta, el silencio era quebrado por algún ñakurutu,
por espectros, por el sollozo de las mujeres, por la inquietud de
pecho de algún niño. Una vigía imposible contra una amenaza real.
El problema nunca fue que la balsa
flote, el tema era que tuviera alguna dirección en su bogar
endiablado. Los remolinos del río hicieron de ella algo difícil de
manejar a pesar del improvisado timón, a pesar de la habilidad con
los remos de sus tripulantes, a pesar de tener que hacer los
esfuerzos en el silencio, de sentir delatores los golpeteos de los
remos, la respiración agitada, el temor de que surja un farol
incriminatorio, un barco de cebados, una trampa de camalotes, un
monstruo del río, del monte, una tormenta.
En tierra el sonido opaco de las
escopetas se acercaba.
La claridad de alguno pudo detener la
desesperación.
Guardavela.
Le faltó una vela, bromeaban los
marineros mojados, exhaustos sobre la costa, la travesía había
tenido un primer paso a favor. Recostados en los pastizales,
recuperando el aire, alguien vio una buena estrella en la senda del
mborevi rape.
Hasta que se murió papá sostuvo que
ella nos salvó la vida.
Las orillas del Paraguay son difíciles,
porque es tierra caprichosa acostumbrada a estar debajo del agua,
siempre hay camalotes, siempre juncos, víboras, siempre un pasillo
del carpincho que te saca hacia el alto.
De la larga caminata, del temor de
quedar presos si los agarraba algún tahachi curepa bruto de los que
hay a montones en la frontera. Habrán caminado hora y media hasta
alcanzar la ruta de tierra, la única guía, referencia para saber
cómo llegar. Otra fortuna si se ve la cosa en perspectiva.
De allí ya era cuestión de caminar a
la izquierda, hasta alcanzar el puesto de la Prefectura.
En aquella guarida de la estancia las
cosas comenzaban a complicarse porque el avance era inminente. Nadie
se animaría a atacar en la noche, porque también el rumor hizo
crecer que había un ejército en resistencia. Todos sabían que del
tenor del ataque dependería la defensa a hacer.
Si cargaban entre muchos, sería
indefendible, pero era bien imposible que eso ocurra a esa hora
porque el botín de Pilar se estaba festejando y recién la noción,
la ambición del día despertaría la codicia y sería el momento. El
tema es que amanecería en breve. Al ritmo que venía la noche era
imposible pensar en otra cosa.
Ake tapiti, con la mano en reposo, el
gatillo más duro puede ser el más liviano. Un tiro puede
descubrirlo todo.
Duermevela
Una vela encendida, los tahachi jugando
truco, la obvia botella de vino escondida, Fernández que se
identifica, que le dice a la gente que quiere ver al comandante. Su
trato fino fue necesario, ahí comprendió Papá. Los muchachos
entendieron la gravedad a causa de él. La desesperación es alimento
para la terquedad de los hombres de uniforme. Farías era un buen
hombre, pocos milicos lo son. Escuchó a Fernández terminar la
oración pero ya había decidido qué hacer en las primeras palabras
que le oyó. Sólo el que alguna vez se preparó para la muerte sabe
del absurdo absoluto de la guerra, del pestilente agravante del
fratricidio.
Tenía dos lanchas viejas, pero en buen
estado y una nueva que ya había surgido de los astilleros argentinos
y que era su orgullo. El comandó la nueva, en las dos viejas fueron
cada uno de los marineros paraguayos. En media hora estarían en la
costa de la Estancia.
Resta contar que hubo que abusar del
gesto universal de las enfermeras para pedir silencio, el dedo sobre
las bocas para aplacar apenas el rumor, ese shshshsh de serpientes
que hace callar a los hombres.
Asi abordaron, llenaron las lanchas con
lo puesto, no había lugar para grandes equipajes. Era subirse y ya.
Solo el tiempo y su durar relativo.
Aquí estamos mirando el río, viendo
las lanchas cruzar, la gente bajar desesperada, las risas nerviosas
que se desatan como también las matulas y lo poco que se trajo para
compartirlo con los canitas de la prefectura, la inasible sensación
de haber salvado la vida.
En la memoria se guarda una avanzada
improbable de aquellos colorados envueltos en estruendos de escopeta
y sapukais del demonio, gente incomprendida también pienso hoy, de
grande, aquel cruce del río en la memoria.
La necesidad de saber cómo esa matriz
del latifundio había dejado los primeros marginales, los primeros
migrantes que ya estaban en Argentina de cosecheros, de hacheros, de
domadores, de peones de estancia… era todo como era.
Los que fueron rápidamente organizados
por los colorados que siempre dieron un poquito más y no tenían
ningún problema en recepcionar a quien se había hecho robando
ganado ajeno, cosecha ajena, en el juego, fuera del esquema
tradicional de la acumulación de unos pocos que se puede verificar
hasta hoy en las ciudades del interior, Villarrica, Pilar,
Concepción, ni decir Misiones.
Algo parecido ocurre hoy, salvando
distancias…, ¿verdad?, me pregunta una linda profesora mientras
hacemos el cruce en la lanchita entre Colonia Cano y Pilar.
No, hoy es otra cosa. Es un pueblo que
sabe que nada ganó con los azules ni los colorados. La historia lo
demostrará, me responde esa voz gigante que solo escuchamos dentro
nuestro.
Jorge Zárate
*Basado en hechos reales